En el Semanal de La Verdad, aparece un reportaje de Fernando González Sitges, El éxodo de los hombres de hielo, donde hemos visto una escena que me he recordado nuevamente a Anthony Bourdain.
Hace unos días, al intentar comentar el libro Malos tragos, de Bourdain, repasé el Prólogo, con ánimo de seleccionar algún párrafo significativo:
Ayer fui a cazar focas. A las ocho de la mañana, envuelto en una piel de caribú, embarqué en una canoa y arrumbé hacia las gélidas aguas de la bahía de Hudson en compañía de mis guías inuit y un equipo de cámaras. A las tres de la tarde me encontraba sentado con las piernas cruzadas en el suelo recubierto de plástico de una cocina, escuchando a Charlie, mi anfitrión, su familia y varios ancianos tribales que se regocijaban descuartizando una foca muerta, la carne, la grasa y los sesos crudos de la presa que acabábamos de matar. La abuela gritaba de alegría mientras Charlie abría el cráneo de la foca y dejaba al descubierto los sesos; la anciana introdujo enseguida los dedos en el mejunje. El hijo troceó diligentemente un riñón. La madre, en un gesto de gran generosidad, sacó una córnea (la mejor parte) y me enseñó a extraer el jugo del interior como si se tratase de una uva Concord gigante. Los alegres miembros de la familia se ocupaban de diseccionar todas las partes de la foca desde diversos ángulos, interrumpiendo la labor de vez en cuando para engullir algún bocado especialmente sabroso. Al cabo de un rato todos tenían la cara y las manos manchadas de sangre. La habitación rezumaba alegría y buen humor a pesar de la sangre que corría (a raudales) por el plástico, como en una escena de La noche de los muertos vivientes.
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